miércoles, 2 de junio de 2010

Poeta y raíz Rosales 100 años Por Antonio Sánchez Zamarreño


Tiznado por la sombra de una culpa ajena -la traición, la muerte de García Lorca-, Luis Rosales (31 de mayo de 1910-octubre de 1992) resurge, en vísperas de su centenario, como creador al filo del abismo político, cultural y humano que fueron nuestra guerra civil y el siglo XX. Luis María Anson y Antonio Sánchez Zamarreño, máximo especialista en su obra, dan las claves para comprender al poeta; Félix Grande, amigo cierto en horas inciertas, retrata una noche de poemas y amistad, y siete poetas eligen sus versos favoritos del poeta andaluz.

Sería triste que les pasara desapercibido a las nuevas generaciones el centenario de un poeta tan señero como es Luis Rosales (Granada, 1910 -Madrid, 1992): lo sería, sobre todo, porque a ellas está dirigida su obra, tan llena de voluntad de futuro y de caminos que sería necesario explorar. Sé muy bien que este año se hacen también urgentes otros recordatorios -el de Miguel Hernández- que puedan parecerles más atractivos por el solo hecho de haber sido mejor publicitados. Pero la casa de la poesía tiene muchas estancias y en la que espera Rosales es una de las más luminosas del siglo XX. A los jóvenes les subyugará una palabra que, por su maravillosa orquestación, tardará mucho tiempo en acabarse de decir: esto es, nunca acabará de decirse, porque los materiales con los que fue forjada -la música y el hombre- nunca serán perecederos en poesía.

Surge la de nuestro poeta en un tiempo que tuvo como misión clausurar paraísos. Habían pasado ya aquellos ojos -recuérdese a Jorge Guillén- que vieron un mundo deletreado por la luz. Eran los años treinta y ya las sombras se cernían sobre una historia que iba conocer días terribles. El jovencísimo Rosales comprende de inmediato que ese vacío que empieza a constatar alrededor sólo puede llenarse de trascendencia. Y eso es su primer libro, Abril, publicado en 1935. Para un lector desavisado, esta escritura seguiría pautas ya transitadas en la década anterior por la llamada “poesía pura”. Efectivamente, el tono general del libro así parece sugerirlo: su condición de cántico (“¡oh maravilla sin huella!”), la apelación constante a la luz, el asombro, en fin, “ante el cielo y la espiga y la brizna de hierba” nos sitúan, de nuevo, a la entrada del paraíso. Pero hay una diferencia respecto a aquella poesía impoluta: se trata de esta doble tensión: la humana y la divina. Rosales, al filo ya del abismo, se resiste a salir del Edén; pero, lejos de la asepsia de los poetas anteriores, trata de llenarlo de espesura cordial y de Absoluto. Es su contribución a las convulsiones que empiezan a fraguarse: frente a una historia que se precipita al caos, la contrapropuesta de una cosmovisión articulada por Alguien que trasciende las bajezas partidistas y que, más allá de lo contingente, “ata la sangre al misterio”.

No necesito añadir que los acontecimientos hicieron impracticable, de inmediato, tal utopía. Los que vinieron fueron tiempos arrasadores. Nada, para los coetáneos de Rosales, sería ya lo mismo. Personalmente, la guerra y la inmediata posguerra le infligieron golpes difíciles de sobrellevar. Es muy conocido el martirio de Lorca, refugiado en la propia casa de Rosales y arrebatado de ella por manos asesinas. Su muerte supuso para el autor de Abril un laberinto de espanto del que no pudo regresar. Menos instalado en la memoria comunitaria está el asesinato de otro gran íntimo de Rosales: Joaquín Amigo - “él me enseñó a vivir”-, despeñado, ahora a manos republicanas, por el Tajo de Ronda, unos días después de la muerte de Federico. Fallece también, en 1937, su entrañable condiscípulo Juan Panero y ni siquiera con el final de la guerra cesa, para él, el germinar de la muerte: así, a principios de 1941, con cinco días de diferencia, desaparecen sus padres, doña Esperanza Camacho y don Miguel Rosales.

No es de extrañar, pues, que Rimas, el poemario que ocupa a nuestro poeta entre los años 1937 y 1951, constate con amargura este resquebrajamiento que es, a la vez, personal y colectivo. Escribe entonces, dice, “para reunirme el alma”, esto es, para tratar de fijar en la escritura ese ser disperso que, con cada tragedia, se le está fugando a chorros. Pero escribe también para dejar fe notarial de una angustia que la poesía refleja en nombre de cuantos no pueden expresarla: “...sufrimos tanto, / Señor, que ahora ya somos / hermanos en la cruz”. Rimas es un gran libro precisamente porque recoge -sin aspavientos, en voz baja- el horror colectivo. Y por algo más: porque, frente al arrasamiento y frente al caos, este libro propugna la consideración del hombre como sujeto histórico, cuya misión prioritaria en tiempos sombríos es -recuerda Rosales- la reconstrucción material y ética del mundo “para amarlo de nuevo”.

Tales claves reconstructoras cuajarán, de forma imborrable, en La casa encendida, libro que aparece ante nuestra mirada tan joven como el día en que fue impreso. Se trata, ante todo, de la propuesta prometeica -que me perdonen los poetas sociales- más fascinante de la poesía contemporánea. Así, Rosales parte de una casa -que es la casa familiar y es la casa común- atormentada por las sombras, por los escombros y por la ausencia de los muertos. Pero he aquí que, paso a paso, “como un cabo de vela que se enciende con otra”, cada habitación acaba iluminándose hasta hacerse lengua, casa y patria encendidas: triple propuesta redentora. Son míticos los últimos versos:

Al día siguiente
-hoy-, al llegar a mi casa -Altamirano, 34-era de noche
y al mirar hacia arriba,
vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares
las ventanas
-sí, todas las ventanas-;
gracias, Señor, la casa está encendida.
Eso ha sido Rosales: abanderado de la libertad verbal, constructor de utopías, espejo de una época inhóspita. Cada vez más comprometidos con la palabra y con el hombre, van sucediéndose otros libros, entre los que destacan Diario de una resurrección (1979) y la ineludible trilogía La carta entera. Reconfortaría una pasada de los jóvenes por éstas y otras obras de Rosales. Su lectura los vacunaría contra aletargamientos y lugares comunes. Poeta y raíz, nos lleva al subsuelo mismo de nuestra lengua. Escuchémoslo de una vez. Ha padecido ya un purgatorio más que suficiente.
Antonio SÁNCHEZ ZAMARREÑO

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