miércoles, 8 de junio de 2011

LUYS DE SANTAMARINA Y JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

(Extracto del artículo publicado por José Mª García de Tuñón Aza en la revista Altar Mayor nº 141 / Junio 2011)

Luys Santa Marina declaraba un día que era montañés y de vieja familia montañesa. Nació en Colindres (Cantabria) el 4 de enero de 1898. Comenzó Derecho en la Universidad de Oviedo, pero lo dejó porque no le gustaba. Un buen día se instala en Barcelona donde encuentra trabajo en un negocio de publicaciones que era de unos parientes suyos: los Canosa Gutiérrez. En esta ciudad pasó la mayor parte de su vida y murió en ella el día 15 de septiembre del año 1980. En 1924 publica su primera obra que llevará por título Tras el águila del César. Elegía del Tercio (1921-1922), que «vino a ser prohibido tanto por la Dictadura como por la Dictablanda, igual por la República que por el Estado nacido un 18 de Julio». Así pues, esta prohibición parece, a primera vista, una «sentencia»difícil de entender, y que, sobre todo, haya podido salir de ese Estado, pero esta medida, fuera de toda lógica, tampoco debiera sorprender a nadie porque algunos textos del mismo José Antonio Primo de Rivera ya habían sido prohibidos en 1937, incluso antes de la Unificación. Después vendrían otros títulos como Tetramorfos, y Domus, que siguen la misma línea. Labras heráldicas montañesas, que demuestra su interés por la Heráldica, y Estampas de Zurbarán, etc.Era también un buen poeta cuyos poemas están recogidos, en su mayoría, en sus dos únicos libros: Primavera en Chinchilla (año 1939) y el que tituló Halladas (año 1940). En la ciudad condal funda y dirige en 1932 la revista literaria Azor (resucitada después de la Guerra Civil), en la que colaboraría el novelista, autor teatral, crítico y poeta Max Aub, gran amigo suyo a pesar de las diferencias que podía haber entre ambos desde el punto de vista político.

Algunos amigos lo recuerdan en las tertulias nocturnas del Lyon d’Or que el propio Luys presidía y que solían tener continuación en los Caracoles, donde asistían los que más tarde fueron académicos, el citado Martín de Riquer, Guillermo Díaz Plaja y José María de Cossío, cuando iba por Barcelona. También otros como Max Aub, Samuel Ros, José Jurado, Javier de Salas –que llegó a ser director del Museo del Prado–, etc. Por otra parte, Santa Marina cuando iba por Madrid, una vez finalizada la guerra, vuelve a «La Ballena Alegre, tan llena de recuerdos» de aquellos días, no tan lejanos, que había pasado en aquel lugar cuando aún vivía José Antonio; evoca las pinturas que allí vio siempre: el banquete jovial de arponeros y mozas rubicundas, la nave alterosa de castillos, el burlón cetáceo con sus dientes de sierra. Ve que las cosas siguen cada una en su sitio, el espejo mágico para ver fantasmas, la fragata colgada del techo marcando rumbos y rumbos, las mismas mesas, los mismos divanes y, «cerca de la esquina, su sitio preferido». Santa Marina tiene la sensación, cada vez que por allí va, de que ve a José Antonio «inclinado hacia delante en aquel nordismo que tanto le placía». Inmóvil quedaba mirando al vacío, y cuando más absorto se encontraba, se acerca el camarero y le dice: «Usted venía cuando don José Antonio», y sin alzar la mirada, ni darse cuenta tan siquiera de quien le hablaba, contesta de manera distraída: «Sí…».

El compromiso que Santa Marina tenía con Falange, a la que consideró como la gran generadora de España, le lleva a tener contactos con falangistas que se ocupaban de cuestiones políticas como era el caso de José María Fontana con quien realiza reuniones con miembros de la CNT por orden de José Antonio Primo de Rivera. Dato éste que pocas veces quiere ser reconocido por muchos historiadores a pesar de las evidencias que existen de la corriente de simpatía que hacia los anarco-sindicalistas moderados sentían los falangistas de aquella época.

Esa simpatía también era propia de Santa Marina y así lo demostró intentando salvar –consiguiéndolo en algún caso– la vida a muchos de ellos y a uno en especial –como veremos más adelante– que había sido ministro durante la República. «Defendió –nos dice Rafael García Serrano– a los viejos cenetistas, muchos de ellos amigos suyos, ante la justicia nacional». Pero también le valieron estos actos para que una vez terminada la guerra fuera combatido por la oligarquía. Sin embargo nada le importaba, él seguía impertérrito con sus hechos pensando en los falangistas de primera hora perdidos por todas las tierras de España y a los que dedicaba su lucha diaria. Estaba derrotado, pero no vencido, y seguía su caminar para que no le ahogara la suciedad y la cochambre.

(para leer artículo completo http://www.hermandaddelvalle.org/article.php?sid=6194 )

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