viernes, 15 de marzo de 2013

Donde dos o más. Por Rafael Sánchez Saus

Rafael Sánchez Saus


EL tren de Cádiz rompe la mañana bajo el sol joven, como impulsado por el viento del norte. El penúltimo temporal de este invierno tardío ha dejado la risa multiplicada del agua en todo, nunca demasiada en Andalucía. Desbordan los arroyos, rebosan carriles y besanas, la marisma vuelve por sus fueros y por unos días los ánades azulones recobran horizontes que hasta ayer les usurpaban la alondra y la cogujada. Brillan la mata del olivar, las pequeñas viñas familiares del borde marismeño, removidas por la savia nueva, y las lomas refulgen de un verde intenso que anuncia ya la explosión multicolor de la primavera, la mies mecida por el viento de mayo, los oros de junio. Hay en todo un gozo de vísperas contenido, y así ha de ser "pues la expectación ansiosa de la creación está aguardando la revelación de los hijos de Dios".

Bendito tren que, además de darnos ojos, aviva la memoria. Tenía apenas veinte años cuando pude seguir el primer cónclave que recuerdo, el posterior a Pablo VI que eligió al efímero papa Luciani. Para mi, entonces, la fe tenía más que ver con jóvenes y guitarras, con canciones pegadizas que hablaban de un amor capaz de iluminar caminos, de transformar la muerte en vida, que con fastos eclesiásticos, apenas entrevistos en versión cofrade e hispalense. Cómo me sorprendió y cautivó, tras leve resistencia, la belleza emanada del orden, de la jerarquía, del ritual, toda aquella liturgia extraña y remota en la que, sin embargo, asombrosamente, latía algo familiar y próximo, algo que la emparentaba misteriosamente con nuestros encuentros informales, a menudo sentados en el suelo, para hablar y rezar "con Jesús en medio", más aún con la misa de última hora de la mañana en la capilla de la Universidad, junto al Señor de la Buena Muerte. Hay muchas formas de sentir la alegría de la catolicidad, el orgullo legítimo de ser parte de la Iglesia y, en estos días de corazón en vilo y oración pronta, desde Roma nos llegan imágenes y sonidos arrancados a los siglos, símbolos poderosos que sostienen nuestra debilidad, que podemos traducir en razones, sobre los que fundamentar esperanzas. Siempre joven, siempre santa, sacudida por nuestros pecados pero nunca sometida por ellos, la Iglesia de Cristo sigue su caminar y confía porque "donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". Por eso ha habido fumata blanca.
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Artículo extraído de Diario de Sevilla.

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