jueves, 29 de agosto de 2013

Pancho Cossío, el pintor de la Falange.

Pancho Cossío

jose antonioPor Adaucto Pérez.

“…porque él pintó lo que hasta él no era:/la evidencia real  de la pintura”

Sobre el nacimiento de Pancho Cossío  son dos los posibles años que figuran en sus biografías: 1894 (partida de bautismo, literalmente “…que dijeron haber nacido el 20 de Octubre de 1894”)) o 1889 que es la que comúnmente se atribuye al pintor. Sobre su vida y obra existe un excelente texto de Juan Antonio Gaya Nuño recomendado ya desde aquí.

Cuando en 1895 el guerrillero cubano negro Quintín Banderas tomó la localidad de Pinar del Río   su actitud fue altamente compasiva, según las normas salvajes de aquella guerra civil (¿hay otras?) con el alcalde y su familia. Se atribuye la magnanimidad de no cortarles el cuello, práctica habitual de Banderas, al hecho de que el mandatario municipal, Genaro Gutiérrez,  se había adelantado en la concesión de libertad a sus esclavos negros y ese hecho le procuró la salida  de él, su mujer  y de sus seis hijos rumbo a España, abandonando el negocio de almacenamiento de hojas de tabaco en que se sustentaba la economía familiar. 

Se establecieron en su región de origen, en Renedo, en el Valle de Cabuérniga. A los cinco años, Francisco Cossío sufría un percance, su madre, en un desgraciado accidente que le pesaría de por vida, le provocaba una rotura que dejaría como secuela una fuerte cojera, compañera inseparable y distintiva durante toda su vida (“el cojo de la bicicleta”). Junto a esta invalidez,  estrabismo y  joroba que crearon para el arte hispano un Toulouse Lautrec ibérico, genial también. Trasladada la familia a la capital cántabra recibió clases de pintura, comenzó y abandonó los estudios de Comercio y fue directivo del Racing de Santander. Con 20 años de edad  (cuatro más, cuatro menos,) en 1914 se trasladaba a Madrid a la calle Barquillo y comenzaba a estudiar con el gran maestro Cecilio Plá. Simultaneaba su trabajo en el estudio de la calle de Fernando el Santo con exposiciones  y se relacionaba con un círculo de amigos  intelectuales que ya apuntaban como era el caso de Gerardo Diego. Esta amistad llevó a encasillar a Cossío dentro del movimiento ultraísta en donde junto a Diego se encontraban Juan Larrea o Vicente Huidobro o Jorge Luis Borges y que era el lugar  del péndulo oscilante de la cultura, ahora en contra del modernismo de Rubén Darío. Pero esa adjudicación no satisfizo al completo a Cossío : 

 “Mi clasificación por la tendencia en que milito es la de postimpreionista. Una vez lo digo para siempre. A los susodichos que me llaman ultraísta y otras cosas, y a muchos más que si no me lo llaman, sería lógico que me lo llamasen, les continuaré diciendo que se asomen a los Pirineos y desde allí contemplen el panorama estético de Europa y  entonces comprenderán  y por último amarán muchas cosas que hoy son arcanos para ellos…Ruego que no se nos tome por iconoclastas. No lo somos. Solamente somos hombres que honradamente intentamos crear un nuevo valor estético por insignificante que sea. Para conseguirlo seguiremos trabajando aunque los perros ladren.”

De sus andanzas con las vanguardias, con aquella tropa de la Residencia de Estudiantes, de la bohemia parisina y del surrealismo quedó constancia con su participación en dos películas de Luis Buñuel ; en    Un perro andaluz -1929-(en donde podemos verle desde el  16´ 29´´ hasta el  17´52´´) http://www.youtube.com/watch?v=371P8O3hf_8

Y en La edad de oro-1930- (en donde podemos volverle a ver desde el  4´ 21´´ al 7´57´´) http://www.youtube.com/watch?v=Fcm5fODZgg0 . Con anterioridad, en 1926, tuvo un paso muy fugaz por el film Carmen, del belga  Jacques Feyder y con Raquel Meller de protagonista.

Participó en el Salón de Otoño de París de 1925 y recibió los apreciados elogios del crítico René Jean. En 1929 en Cahiers d´Art el galerista y crítico  Cristhian Zervos señalaría que para Cossío “…una bella pintura consiste en formas comunes expresadas con medios muy sobrios”, es en  ese año  cuando comienza su fase de “las formas ovales”. De su paleta decía “Waldemar George” (Waldemar Jarocinsky): “Pinta el viento, el cielo, el viento marino y el movimiento de las olas. Los verdes glaucos de reflejos metálicos y los blancos lechosos, opacos, que constituyen la base de su paleta, engendran una armonía de la más rara calidad”. Pintura que se condensa en una “atmósfera sorda” en expresión del hispanista y crítico de arte Jean  Cassou. No se contagió de cubismo ni de surrealismo;  en cuanto al primero hay quien quiere ver reflejos de los ritmos curvos  de Braque en su pintura y poco más; en cuanto a lo segundo  aunque admiraba a Dalí o a Miró pero no discurrió su quehacer por la senda de estos pintores.

Su estancia en Paris, el ambiente cultural en el que está inmerso le condujeron a posiciones políticas cercanas a la izquierda radical,  pero con su vuelta a España en 1931  entenderá que la vanguardia, lo nuevo, lo moderno no está ahí, sino en los núcleos favorables a la revolución nacional, una postura en donde  la relación mantenida  con Eugenio Montes no puede ser olvidada. Comienzan unos años  en los que su producción pictórica se achica,  son los que coinciden con su participación política y, luego, con la guerra. ¿Correlación o causalidad? Ahí queda la pregunta junto a la tarea iconoclasta, destructora- que la hubo- contra algunas de las obras del “pintor fascista” durante la España en llamas.  Tras contactar con Ledesma Ramos fue encargado en 1932 de la creación de las JONS en Santander, a donde trasladó  la idea del jefe consista para que, en el núcleo inicial de la formación política,  fueran la mayoría deportistas. Cossío junto con Manuel Yllera y jóvenes procedentes de los legionarios de España de Albiñana formarán, entre el mes de Agosto y Septiembre de 1932, el primitivo núcleo de las JONS con 32 militantes..  

En el  primer triunviro provincial  están Cossío, Yllera y Guillermo de la Llama. En varias ocasiones Pancho Cossío será el orador político en las reuniones que se establecieron en aquella provincia. De sus andanzas políticas cuenta José María Alfaro que en las charlas de La Ballena Alegre resonaban, en las escaleras del Café Lyon, los golpes de su bastón y de su  bota de cojo Asistió también a los problemas internos de FE de las JONS y en Marzo del 35 el divorcio entre el mando provincial santanderino  y un gran número de militantes va a llevar, de la mano de José Antonio, a Manuel Hedilla a ser responsable de la Falange de Santander con el apoyo de Cossío : “Lo que afirmaba Hedilla en sus intervenciones como orador se veía que era patrimonio de su espíritu. El verbo sencillo y tajante estaba acorde con el hombre”.   Quien será el II Jefe Nacional de FE de las JONS relata que, por encargo de José Antonio, Pancho Cossío poco antes del 18 de Julio  recibió la misión de volver a atraerse a Ledesma Ramos.   Estallada la guerra civil, Cossío se esconde hasta la liberación de Santander por las tropas nacionales en el verano del 37; había evitado su detención -y  posiblemente salvado la vida gracias- al hueco que su madre, primorosamente, realizó en un colchón. Posteriormente,  miembro del Partido único se verá  sometido a expediente disciplinario y  su vida política entró en vía muerta, no así  su fidelidad ideológica mantenida hasta su muerte. El gusto estético que el franquismo va a crear no iba  por los derroteros elegidos por Cossío ,  el régimen se conducirá por el  camino academista y lo que podría haber sido una brecha en la creación de un arte falangista autónomo, diferente, no tendrá desarrollo.  

Su participación en la revista Escorial, de la mano de Dionisio Ridruejo, será frustrante, acabaría en pocos meses y con gran disgusto para el pintor falangista: “Allí en la revista Escorial hice amistad con un grupo de hombres que después fueron los más funestos de mi vida. Esa fue mi primera siembra de amistad en mi cuarta etapa madrileña y esa fue la cosecha recogida”.  

Su pintura  se compone de  grandes masas planas de color. Hay quien ve en sus barcos características  “fantasmáticas” o “turnerianas”  y en la de objetos y/ o retratos son características unas  motas blancas que pueden interpretarse como la manifestación del pintor para resaltar  el carácter virtual que es la representación en  lienzo. En cuanto a los temas: barcos, pescadores, toreros, niños con cometas, bodegones, naturalezas muertas (así llamadas por error en la traducción) y portentosos retratos como el de su madre, el de José Antonio Primo de Rivera, el de Ledesma Ramos o el de algún otro político. A esta “galería azul”, de indudable simpatía  ideológica, habría que añadir el excelente Flecha con espigas, una de las más soberbias realizaciones de Cossío. Sobre este género pictórico, el del retrato,  la postura del pintor era concluyente,  el interés residía cuando se producía una real intimidad entre el pintor y el modelo y bien claro quedó en casos donde el modelo, por importante que fuera, carecía de empatía con el retratista.   

Para  José Hierro las características de su españolidad se cimentaban en una trilogía:-Tonos terrosos y grises;  una actitud más ética que estética y la materia pictórica. Pintor magistral de la distancia corta, no encontraría la misma proyección en los grandes lienzos que, para la iglesia de Santa Teresa y San José de los carmelitas de la Plaza de España, realizó. Sin quitarle mérito a la Apoteosis histórica de Santa Teresa y a la Apoteosis mística del Carmelo, el resultado es que no es lo mismo.

¿Qué opinaba él de su pintura? Que la hacía “un viejo hidalgo de Cantabria venido a bohemio pintor”.  ¿Cuáles habían sido para él sus influencias, sus maestros? Observemos la claridad definitoria que  daba, porque en cuatro patas asentaba al completo  el edificio de su pintura: “La transparencia de mi manera creo que es veneciana; de mi admiración  hacia los maestros flamencos me viene la gravedad y la densidad grasa de mis óleos; su gracia y su abstracción, la modernidad ,en suma, de París, indudablemente. Y todo ello sobre una temperamental sobriedad española”.

El 16 de Enero de 1970 en la Clínica Vistahermosa de Alicante, en la habitación 217 y acompañado de su hermana de sus sobrinos, de su ahijada y del luchador Saludes moría Pancho Cossio. Su cadáver fue trasladado a su casa estudio en su residencia del edificio Ulises en la Albufereta de la capital alicantina (y sobre esto algún familiar de pintor residente en Alicante y que lee estas páginas algo podría decir y contar, desde aquí le convoco).   Juan Francisco María Gutiérrez Cossío, o sea, Francisco Gutiérrez Cossío, o sea,  Pancho Cossío tuvo sus últimas panorámicas vitales  en la Sierra de Aitana o en el Mar Mediterráneo,  que son los horizontes respectivos de ambos lugares, aunque no fue su luz la que acompañó su producción. Trasladado, luego, su cuerpo a Santander, camaradas   falangistas le acompañaron y dieron sepultura. A su muerte, su amigo Gerardo Diego le dedicaría este soneto

Éste, que ya no veis, amigo ido
Aquí está-expuesto, íntegro,  valiente-
En cada copo, en cada nada ausente
Transfigurada en velo acontecido

Pintó, sí, como hay Dios y a Él le pido
Que le deje seguir pintando en mente
Polifemo al trasluz de inmensa frente
Arrebatado al ansia y al sentido.

Pintó la santidad del irse a pique
Y el naipe y el sorbete y la venera
Y la madre en su nieve de hermosura

Nadie remede su frontal tabique
porque él pintó lo que hasta él no era:
La evidencia real de la Pintura.

lunes, 26 de agosto de 2013

Los Guripas

Manuel M. Ferrand

LOS GURIPAS

¿No ofende también la presencia en Rota del buque insignia de la Flota del Reino Unido? Es una presencia autorizada que señala la precariedad de nuestra adhesión Atlántica

NUESTROS bachilleres andan escasos, también, de formación literaria y cultura humanística. Reciben «información a primera sangre » en el sentido con que los duelos de honor —ya extintos— trataban de justificar al ofendido y fortalecer al supuestamente ofensor. Personajes como Ernesto Giménez Caballero tienden a ser ninguneados en la enseñanza media. Quien, además de ser militante falangista de primera hora, fue compañero de estudios de Xavier Zubiri y compartió paz y pluma con Vicente Aleixandre, es uno de los muchos —demasiados— nombres perdidos entre los grandes creadores del primer tercio del siglo XX y de cuantos, ya en el XXI, han sido tachados de la lista. GC, como le gustaba firmarse, fue el gran explorador de las vanguardias artísticas. Su novela Yo, inspector de alcantarillas marca el hito inaugural de la narración surrealista nacional. Pero le han borrado de buena parte de las antologías las dos medias Españas. La una, la de sus más próximos en el amor al azul «que tú bordaste en rojo ayer»; y la otra, la del rojo más intenso y sin bordado alguno. Ambas por parecidas razones doctrinales del odio al talento tan propio y bipolar en esos años malditos de la Guerra Civil, su prólogo y su todavía inconcluso epílogo.
Ernesto G. Caballero
 Estaba pensando en el Centro Nacional de Inteligencia, una de las joyas falsas —de aserrín— con las que se adorna la Defensa española. El Centro ha superado el surrealismo de GC, que sirvió de anuncio al de Ramón Gómez de la Serna. Andan hoy los españoles que todavía tienen capacidad de atribularse atribulados porque unos guripas de Gibraltar lanzaron a sus aguas, y a las nuestras, más de cinco decenas de pilones de cemento armado con barras de hierro. No entraré ni en los motivos de Gibraltar, endebles, ni en las protestas de los españoles que faenan en el entorno de Algeciras para llevar unos chicharros a casa. Lo que me maravilla es que esa «agresión», si es que de ello se trata, genera sorpresas tan tardías, como las del resto de sucesos que por allí se concretan.
Supongo que Gibraltar, como los territorios unívocamente españoles del otro lado del Estrecho, son un asunto prioritario para el CNI. Podremos disgustarnos, y mucho, con la conducta de los vecinos de ese remanso de negocios sucios —contrabando, paraíso fiscal, blanqueo de dinero, juego sin impuestos…—, pero no tenemos derecho a sorpresa alguna mientras quede un solo «espía» de servicio en el entorno de la Roca o en la N-VI —La Coruña— a la salida de Madrid. ¿No ofende también la presencia en Rota del buque insignia de la Flota del Reino Unido? Es una presencia autorizada que convierte en difícil de entender nuestra bilateralidad defensiva con los EE.UU y, a mayor abundamiento, señala la precariedad de nuestra adhesión Atlántica.




Artículo publicado en ABC de Sevilla el día 22 de Agosto de 2013

sábado, 3 de agosto de 2013

Lágrimas por San Lorenzo


A ella, que me ha dado tanto, tantas cosas (sobre todo la vida, pero además, un apellido difícil de transcribir e incluso, generosamente, sus mejores secretos en el sutil arte de la cocina.)



En Andalucía el mes de agosto es la canícula; el viento de África que se cuela por el Estrecho,  el aire caliente del levante que levanta la tierra y que seca los barbechos. Durante el día el cielo amenaza, es implacable. Pero al atardecer se torna próximo, parece más acogedor, el cielo que protege de Bowles. Para entonces suceden acontecimientos extraños. Entonces —sé que no deja de ser una impresión— parece como si el firmamento, hasta entonces ignorado y lejano, se situase de pronto más cerca de nosotros. La noches ahora son más claras, y parece que las estrellas titilan de otro modo, más limpias y brillantes. Es entonces también cuando una fuerza misteriosa e infalible, o no sé qué ocultas leyes cósmicas, hace que algunos de estos astros eternos que habitan el universo, o miles de sus partículas, comiencen a desprenderse del cielo y vuelen en la lejanía con un fulgor poderoso, como si unas gotas blancas surgieran desde la bóveda celeste, como si el cielo, el universo entero, desparramara sobre el infinito un llanto luminoso y triste. Por eso desde siempre, al menos en el Sur, la tradición, o el pueblo —una y otra cosa vienen a ser aquí lo mismo—, pondría nombre a aquel suceso extraño e insondable nombrándolo como las lágrimas de San Lorenzo, como si fuese el mismo santo el que se hiciese notar de este modo, enseñando su dolor, cuando llegaba la ineludible cita del día diez.
                   Cuando era pequeño, tendría ocho años o así, el verano se convertía en el mejor refugio para mis sueños y aventuras. Pero también llegaba el tedio, inevitable, y entonces no sé que oscuros pensamientos, seguramente fruto del ocio y de la holganza, me llevaban a sospechar que algo misterioso tenía que ocurrir cuando se acercaba el día diez de aquel mes. Yo también creía sentir esa sensación de proximidad del cielo, como si el mismo universo fuese una neblina densa y acogedora que me envolviera al anochecer. Y creo recordar que durante aquellos días calurosos —aquí abajo aún más calurosos— andaba callado y serio, entregado a reflexiones que ahora se me figuran demasiado graves y profundas para esa edad. Ahora, cuando recuerdo todo esto, pienso que toda aquella turbación y aquel silencio tendría que obedecer al secreto influjo del firmamento, que por San Lorenzo aprisionaba la tierra, dejando caer, después de ese abrazo suave, ese llanto inmenso que fluía en forma de nubes, de luces o de estrellas que parecían incendiar la eternidad.
                   Hay cosas que no se olvidan nunca. Como aquel misterio de las estrellas que todavía me sobrecoge, como aquellos veranos interminables, esas vacaciones de la infancia en la ciudad calurosa que a pesar de su aparente desorden también tenían sus normas y sus horarios. Por las mañanas marchábamos los niños a la piscina que había junto al río—la playa verde y apócrifa de nuestros veraneos urbanos—, la mañana entera desfogándonos entre juegos, carreras y zambullidas en ese mar de pega.         Después, el regreso al mediodía a través del barrio, a esa hora un territorio desolado y desierto, cobijándonos en nuestra marcha bajo la sombra fresca de los edificios, y aún así, perseguidos por el aire tórrido y alquitranado que exhalaba el asfalto. Y luego, la casa fresca al llegar, las persianas echadas desde primera hora, una suave penumbra que inundaba aquel espacio y lo preservaba del calor. Todo parecía descansar en un silencio clamoroso y solemne.
         El ajetreo de mi madre durante esa mañana debería de habernos hecho sospechar que algo especial habría de ocurrir cuando mi hermana y yo regresáramos de la piscina. No obstante, a nuestra llegada nos sorprendió la mesa, que ese día se hallaba dispuesta de otro modo, otro mantel, otra vajilla, como cuando las fiestas de Navidad. No tardaríamos en saber de qué se trataba: nos disponíamos a celebrar la nostalgia de una fiesta que nos parecía muy lejana, y, por eso mismo, suficientemente atractiva y misteriosa. Ese día, así había sido el año pasado, y también el anterior y el otro, y así hasta dónde éramos capaces de recordar, nuestra madre pondría sobre la mesa la cazuela de pollo al chilindrón, un manjar insustituible, casi sagrado, un sabor y un aroma que todavía me resultan inconfundibles; y después, el postre más apetecible y exótico que nos cabía imaginar, el melocotón macerado en vino. Lo del vino —el clarete que yo había bajado a comprar esa mañana al Bar Rocío— nos gustaba especialmente, tenía su rito y también su morbosidad, sobre todo por lo que suponía de pequeña transgresión a las normas establecidas.
         Tras esta pequeña celebración, en realidad un breve y aislado recuerdo familiar a un acontecimiento entrañable que estaba teniendo lugar a muchos kilómetros de distancia, nuestros padres nos mandaban a la penumbra de la siesta fastidiosa. Mientras marchábamos a nuestras habitaciones, quejosos y remolones como siempre, ya sabíamos que nuestra madre se entregaría un año más, en esa dulce duermevela del cuartito de estar, al recuerdo de muchas cosas y de muchos tiempos.
         Y entonces yo, al poco, salía de mi dormitorio escapándome de la siesta, que ese día tampoco dormiría, para asistir de nuevo a la magia y al ensueño que a esa hora temprana de la tarde le venía a nuestra madre. Llegaba hasta el cuarto de estar, furtivo y silencioso como sólo saben serlo los niños en trance de aventuras, abriendo levemente la puerta para presenciar este momento único en que a ella se le encendería la mirada con este revoltijo de recuerdos. Así, a través del brillo de unos ojos ligeramente tristes, llegué a descubrir una ciudad pequeña y remota por la que me sentía extrañamente atraído, que en realidad no recordaba demasiado bien, y que ahora sabía que andaba alegre y festiva.
         Vi que sus ojos se volvían más claros y acuosos, y que la misma mirada se perdía en busca de un recuerdo que de algún modo la acercase a todo aquello. Y contemplando esta expresión serena y nostálgica tuve que saber que en la otra punta de España, para mí entonces muy lejos, había una ciudad que ese día había despertado oliendo a albahaca. Ella nos lo había contado muchas veces, pero sólo ahora conseguía imaginármela de pequeña, una niña rubia y escuchimizada, una infancia feliz de gigantes y cabezudos, la procesión que entra en la Iglesia, los danzantes que dan los últimos saltos, los que más cuestan, la música dulce que retumba en las viejas paredes del templo y que arranca las últimas emociones de la mañana. Por su cabeza pasaría todo eso. Y el abuelo, también el abuelo Sebastián, que ya no estaba. En ese instante ella lo echaría de menos como nunca hubiese imaginado, con su risa abierta y sus bromas, y sus paseos por la huerta, y sus partidas de guiñote, y también su guitarra y su copita de coñac después de comer. Yo sabía que era esto lo que le tenía que pasar, porque entonces la mirada se le empañaba del todo y mi madre dejaba escapar unas lágrimas casi imperceptibles, y lloraba un poquito, como el cielo haría después por la noche. El cielo o san Lorenzo, a lo mejor san Lorenzo; a lo mejor es el santo el que llora. Nunca lo sabremos.

José Manuel Sánchez del Águila Ballabriga

El 61 de Vila Real de Santo Antonio

Romualdo Maestre
Esta es la historia de los que no tienen historia. De los que patean las calles y si acaso pisan alfombras son las de su casa y poco más. Nada de relumbrón, gente como usted y como yo, de los que formamos un pueblo, una patria, una nación. En este caso en Vila Real de Santo Antonio, allá donde acaba la crisis de España para empezar la de Portugal. Gente que va y viene. Proyectos humanos de pocos años, en vías de desarrollo, siempre sonrientes, ajenos completamente a lo que decidan sobre nosotros en Bruselas o en el Fondo Monetario Internacional. O más talluditos, casi más preocupados por cómo cotiza hoy la corvina en la plaza de abastos que por la prima de riesgo o el diferencial alemán. O muy mayores ya, que apenas arrastran los pies de su efímero mañana, prodigios de sabiduría acumulada con los años, montañas de neuronas en lucha permanente por sobrevivir. Y toda esta secuencia ocurrió delante de una casa, en una calle empedrada de pequeños adoquines blanquinegros que le dan ese aire de gran ciudad venida a menos, con el marchamo de las glorias pasadas, cuando era el único punto de entrada más cercano para sortear el Guadiana por el sur. Esa preciosa vivienda de una sola planta es una más de las múltiples que conservan su encanto decimonónico a pesar del desarrollismo, que también lo hubo, en este puerto de barcos y personas trazado a escuadra y cartabón; antaño comercio de bronces y algodones del mejor nudo portugués, toallas y albornoces al peso cuando la peseta era fuerte frente al escudo, hoy las dos monedas engullidas, remedo decadente de dos imperios que atemorizaron al mundo con sus naves y arcabuces. Ahora también tienen sus chinerías-todo-a-euro, cuyos artículos emanan un ligero olor a petróleo, como de producto barato, mal hecho y hombre máquina sin vacaciones de 30 días, incluso sin vacaciones.
Una calle es lo que tiene. El teatro gratuito del que la observa. La representación del imaginario particular. Las vidas paralelas que se pueden trazar con sólo pensar por qué están esas personas ahí y no en otro lado. El devenir de lo cotidiano, el paseo a alguna o ninguna parte, el hábito de ir siempre por los mismos sitios pensando que atajamos algo cuando en realidad andamos lo mismo. Un vial hecho a la medida del hombre para que se pueda comunicar aunque esté solo o haya perdido sus contactos y amistades en este mundo cada vez más globalizado, donde empezamos a sorprendernos de que nos sorprendamos por algo.
Bastó una cámara digital para retratar las células humanas que recorren las arterias de una ciudad en un día cualquiera de una calle peatonal cualquiera, sin más importancia que la que nosotros le quedamos dar. Y disparos, muchos disparos. De los que no hacen apenas daño. Un par de horas sentado en la mesa de un restaurante y aquí tienen un pequeño mosaico de la sociedad actual, cristales alineados uno detrás de otro para formar ese caleidoscopio tan variable y voluble de las relaciones entre los hombres, de lo que son capaces de hacer y emprender. Ah, la calle se llama Jornal do Algarve. Eso que existirá mientras haya algo que contar, sea o no interesante.