sábado, 3 de agosto de 2013

El 61 de Vila Real de Santo Antonio

Romualdo Maestre
Esta es la historia de los que no tienen historia. De los que patean las calles y si acaso pisan alfombras son las de su casa y poco más. Nada de relumbrón, gente como usted y como yo, de los que formamos un pueblo, una patria, una nación. En este caso en Vila Real de Santo Antonio, allá donde acaba la crisis de España para empezar la de Portugal. Gente que va y viene. Proyectos humanos de pocos años, en vías de desarrollo, siempre sonrientes, ajenos completamente a lo que decidan sobre nosotros en Bruselas o en el Fondo Monetario Internacional. O más talluditos, casi más preocupados por cómo cotiza hoy la corvina en la plaza de abastos que por la prima de riesgo o el diferencial alemán. O muy mayores ya, que apenas arrastran los pies de su efímero mañana, prodigios de sabiduría acumulada con los años, montañas de neuronas en lucha permanente por sobrevivir. Y toda esta secuencia ocurrió delante de una casa, en una calle empedrada de pequeños adoquines blanquinegros que le dan ese aire de gran ciudad venida a menos, con el marchamo de las glorias pasadas, cuando era el único punto de entrada más cercano para sortear el Guadiana por el sur. Esa preciosa vivienda de una sola planta es una más de las múltiples que conservan su encanto decimonónico a pesar del desarrollismo, que también lo hubo, en este puerto de barcos y personas trazado a escuadra y cartabón; antaño comercio de bronces y algodones del mejor nudo portugués, toallas y albornoces al peso cuando la peseta era fuerte frente al escudo, hoy las dos monedas engullidas, remedo decadente de dos imperios que atemorizaron al mundo con sus naves y arcabuces. Ahora también tienen sus chinerías-todo-a-euro, cuyos artículos emanan un ligero olor a petróleo, como de producto barato, mal hecho y hombre máquina sin vacaciones de 30 días, incluso sin vacaciones.
Una calle es lo que tiene. El teatro gratuito del que la observa. La representación del imaginario particular. Las vidas paralelas que se pueden trazar con sólo pensar por qué están esas personas ahí y no en otro lado. El devenir de lo cotidiano, el paseo a alguna o ninguna parte, el hábito de ir siempre por los mismos sitios pensando que atajamos algo cuando en realidad andamos lo mismo. Un vial hecho a la medida del hombre para que se pueda comunicar aunque esté solo o haya perdido sus contactos y amistades en este mundo cada vez más globalizado, donde empezamos a sorprendernos de que nos sorprendamos por algo.
Bastó una cámara digital para retratar las células humanas que recorren las arterias de una ciudad en un día cualquiera de una calle peatonal cualquiera, sin más importancia que la que nosotros le quedamos dar. Y disparos, muchos disparos. De los que no hacen apenas daño. Un par de horas sentado en la mesa de un restaurante y aquí tienen un pequeño mosaico de la sociedad actual, cristales alineados uno detrás de otro para formar ese caleidoscopio tan variable y voluble de las relaciones entre los hombres, de lo que son capaces de hacer y emprender. Ah, la calle se llama Jornal do Algarve. Eso que existirá mientras haya algo que contar, sea o no interesante.

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