sábado, 31 de mayo de 2014

¡Que vienen los rojos!

JUAN MANUEL DE PRADA (ABC).

Tal vez vengan los rojos, como gritan los demócratas con mando en plaza y tertulieta; pero fueron ellos quienes los trajeron, aplaudiendo la injusticia social
ANDAN los demócratas con mando en plaza y tertulieta espantados con el ascenso del gallardo mancebo de la coleta, Pablo Iglesias; y se desgañitan, aspaventeros: «¡Que vienen los rojos!». Yo recomendaría a mis lectores que, cada vez que escuchen a alguien ponerse jeremíaco ante la llegada de los rojos, le aticen un capón en el colodrillo (o, en su defecto, apaguen la pantalla catódica a través de la que suelta sus sandeces). Pues estos que ahora plañen ante el avance del mancebo de la coleta son los mismos que aplaudían cada vez que se aprobaban leyes laborales que igualaban a los trabajadores españoles con los de la República Popular China, que es el país más rojo del mundo. Pero, por lo que se ve, la alarma de los demócratas con mando en plaza y tertulia sólo se dispara cuando los partidos que se reparten el poder empiezan a padecer sangría de votos, y no cuando los trabajadores padecen sangría de sueldos (que es lo que en verdad provoca el ascenso de los rojos). No hay cosa más hilarante que un demócrata alertándonos sobre la llegada del comunismo; pues, como nos advertía Agustín de Foxá, «querer combatir el comunismo con la democracia es como ir a cazar a un león llevando como perro a una leona preñada de león; pues ella lleva en su entraña al comunismo».
La democracia española se dedicó a halagar y engolosinar a los jóvenes y no tan jóvenes, vendiéndoles un estado de bienestar sempiterno, una inagotable olimpiada de derechos (sobre todo de cintura para abajo) y universidades de garrafón para todo quisque. Este sedicente paraíso democrático ya lo había atisbado Jardiel Poncela en el genial prólogo de La tournée de Dios: «La humanidad, desatada e impúdica, sin concepto ya del deber, engreída, soberbia y fatua, llena de altiveces, dispuesta a no resignarse, frívola y frenética, olvidada de la serenidad y la sencillez, ambiciosa y triste, reclamándole a la vida mucho más de lo que la vida puede dar (…), corre enloquecida hacia la definitiva bancarrota». Y la bancarrota tenía que llegar, tarde o temprano: el estado de bienestar se reveló a la postre lleno de aire, como esas tripas que entonan borborigmos; los derechos de cintura para abajo acabaron en pajilla low cost ante la pantalla del ordenata; y el valor de los títulos universitarios se igualó con el del papel higiénico. Y, claro, los jóvenes y no tan jóvenes a los que se había pretendido halagar y engolosinar se pillaron un cabreo de órdago; pues no en vano previamente habían sido esclavizados por los materialismos más tristes y envilecedores.
Pero cuando conviertes a un hombre en un animal, lo más lógico es que luego él solito se torne alimaña. Para salir de la bancarrota, nuestros gobernantes antepusieron el salvamento de la plutocracia a la justicia social; donde volvió a demostrarse, como nos enseñase Castellani, que todas las libertades no son sino engañabobos para distraer la atención de los incautos de la libertad omnímoda del dinero para multiplicarse y llenar los bolsillos de unos pocos. Esos jóvenes y no tan jóvenes, víctimas de engaños e injusticias sociales, sedientos de venganza y deseosos de encontrar culpables se toparon entonces con el mancebo de la coleta, que no hizo sino dar expresión política a su ira.
Tal vez vengan los rojos, como gritan, desgañitados, los demócratas con mando en plazo y tertulieta; pero fueron ellos quienes los trajeron, aplaudiendo la injusticia social… ¡y hasta utilizando como sparring en sus saraos televisivos al mancebo de la coleta, que luego les salió respondón! Sólo resta preguntarnos si existe algún otro modo de combatir la injusticia social que no sea el comunismo y su metodología del odio. Trataremos de responder a esta pregunta en algún artículo próximo.

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